Dos semanas atrás, decidí pedirme un turno con mi
ginecóloga para hacerme el control anual. Digo
mi ginecóloga pero, quizás, no debería: tan sólo nos vimos dos veces en su consultorio y no la siento como propia. No
nos hicimos carne. Este martes pasado, finalmente concurrí a mi consulta a pocas cuadras de Las Heras y Coronel Díaz. Entré, me senté y ahí comenzó el desastre. Seamos sinceras: sí había pensado en no tener
rock and roll la noche anterior pero vieron cómo es esto (una cosa llevó a la otra y terminó en cualquiera). Así que cuando me preguntó cuándo había sido
la última vez y le contesté que la noche anterior, me contestó que cómo, que si ella siempre lo decía, que ahora no me podía hacer el
PAP,
que pum, que pam. Habré estado siete minutos, como mucho. Me mandó a hacerme dos análisis y ahí se terminó todo.
A mamá nunca le gustó esta médica. Nunca la conoció personalmente pero las dos veces que le hablé de ella me puso
cara de culo. ¿Por qué? Porque es la ginecóloga/obstetra de la esposa de mi viejo. Está claro. Cuando volví a casa el martes, me atormentó con sus preguntas. Que por qué no me había hecho el PAP (obvié la confesión simplemente porque la noche anterior mi novio había dormido en casa y, claramente, el hecho se había consumado en la habitación contigua a la de mamá), que para qué me había pedido aquel otro análisis y
bla bla.
Finalmente, decidí buscar otro profesional. Esta vez, masculino. Tiene nombre de hombre mayor y se apellida Guzmán. Mañana a las 18.45 tengo la consulta y
voy a tener que abrirme de gambas. Después les cuento cómo salió todo.